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Trump arrasa en EE.UU.: el presidente que promete sacudir el orden mundial
Pablo Rodríguez Masena es politólogo y docente. Licenciado en Ciencia Política (UBA), cuenta con formación de posgrado en Opinión Pública (UNSAM) y una maestría en Gestión de Programas Sociales (FLACSO).
Donald Trump obtuvo una holgada victoria este martes y se convierte en el 47 presidente de los Estados Unidos. Con mayoría en el Senado, al borde de lograrlo en la Cámara de Representantes y con una Corte Suprema conservadora va por una revancha que podrá cambiar al mundo.
Si hace unos años preguntábamos sobre la posibilidad de que Trump volviera a ser candidato luego de perder su reelección, desconociera los resultados, fomentara la toma del Capitolio al denunciar fraude, fuera condenado por esto y otros delitos y como misógino, machista y autoritario se ufane de ello, la respuesta categórica hubiera sido no.
Pero no sólo que volvió a postularse, sino que lo hizo con tanto éxito, y para que no quedaran dudas, no sólo ganó con los votos electorales (295 sobre 270 requeridos), sino también con los populares. Paradójicamente, lo que sucedió no sorprende. Es más, lo milagroso hubiera sido un triunfo de la candidata demócrata y es inevitable que a nuestra memoria vengan las elecciones argentinas del 2023.
En los países presidencialistas con reelección, el partido de gobierno tiene mayores chances de volver a ganar. En EE.UU. y hasta el 2020, lo lograba para luego abrir paso sucedió hasta el 2020, cuando se abrió paso a un nuevo período de dos mandatos con alternancia política. Desde entonces un nuevo fenómeno aparece; el de los presidentes que van por la reelección y pierden; Trump en 2020, en 2019 Macri en Argentina, en 2020 Bolsonaro en Brasil y el de aquellos que ni siquiera pueden candidatearse al carecer de chances de competitividad, como Biden en 2024 y Fernández en Argentina 2023, en donde el oficialismo compite, pero finalmente pierde la presidencia.
Hubo más de 18 millones de votantes que en 2020 votaron y ahora no, lo que es un signo de desafectación, más cuando el voto no es obligatorio.
Como mencioné anteriormente, Donald Trump gana no sólo por los votos electorales, donde vence en los distritos que había ganado en 2016 y 2000, y recupera los que pierde en 2020, sino que también gana en los votos populares. Con más de 72 millones de votos, le saca una diferencia de más de 4 millones a Kamala Harris, pero pierde unos 2 millones de votos respecto a 2020 (frente a 15 millones que perdieron los demócratas).
El Partido Demócrata recupera el gobierno en 2020, no por el carisma de su candidato (más preparado para una derrota digna que para ganar), ni por la agenda programática, sino por la alteridad construida por Trump. Insólitamente insistieron con la reelección de Biden a pesar de su notorio desgaste físico propio de su avanzada edad, lo que fue un desatino que se pagó caro. Cuando luego del debate presidencial, los demócratas certificaron que iban a una derrota segura, tarde cambiaron el candidato. La llegada de Kamala Harris, a tres meses de la elección, fue un gesto desesperado sacrificando a la única persona en condiciones de intentar una remontada heroica.
Pero ese no fue todo el problema. La economía, especialmente la inflación, y la inseguridad vinculada a la migración ilegal no ayudaban. La percepción de que ahora se estaba viviendo peor que hace cuatro años, la frustración colectiva por no poder revertir la situación, fueron temas que el oficialismo no pudo resolver. ¿Perdieron los demócratas a mano de los republicanos o fue Trump el que le ganó a Harris? Trump le ganó a los demócratas, un partido sin líderes y sin un pueblo definido al que representar.
Trump compitió por tercera vez por la presidencia. La primera, ganó y fue la novedad, la voz de los que querían hacer grande “América” nuevamente, el canal que encontraron los trabajadores, el norteamericano simple, de las pequeñas comunidades, para hacerse oír en la defensa de los EEUU. Mientras, los líderes republicanos lo veían como un outsider excéntrico y creían que el aparato partidario lo controlaría y moderaría. La segunda, en medio de la pelea con Twitter sumó y expresó distintas corrientes conspiranoicas.
En esta tercera, canaliza la frustración colectiva de los que se oponen a la globalización, junto al viejo Twitter reciclado en X y sus algoritmos y los multimillonarios del nuevo capitalismo corporativo, reflota hacer grande América y defender a los estadounidenses, lo que significa reindustrializar a través de aranceles, pelear por más trabajo para los norteamericanos y hasta cerrar la frontera, todo reforzado con un perfil casi inmortal luego de sobrevivir al atentado, imputaciones y condena pena lo convierte en un líder defensor del pueblo contra el establishment y las élites. Un antihéroe genuino y atractivo antiestablishment que no traiciona su ser, y en momento de extremismo y alteridad eso paga bien.
Poco queda de aquel partido Republicano y de sus viejos líderes que intentaban frenarlo. Hoy hay un partido más homogéneo y hasta fanatizado, que acepta su liderazgo indiscutido, aunque quizá tengan menos experiencia de gestión. Hoy el Partido Republicano es Trump y Trump es pueblo, interpela valores y sentimientos arraigados profundamente y fue capaz de movilizarlos en una cruzada.
Por otra parte, el Partido Demócrata, sin un líder y desdibujados en sus políticas apostaron a canalizar el rechazo a las formas de Trump y a instalar que representa un peligro a la democracia y un riesgo a los derechos adquiridos, considerando que estas amenazas iban a movilizar el voto de las mujeres (en defensa del aborto, contra la misógina y machismo del candidato, por llevar una candidata mujer), de los latinos (frente a los temores de nuevas deportaciones y por la estigmatización) y del resto de las minorías.
Lo que no consideraron es que dejaron de ser la voz de los sectores populares, para ser la expresión de otro establishment, el pseudo progresista universitario, global, elitista y multicultural y sus temores, aunque legítimos, pueden no ser los de los sectores a los cuales tradicionalmente supo representar y que lo abandonaron.
Los partidos progresistas, de raigambre popular y de origen con el mundo del trabajo y los gobiernos que intentan representar esos intereses han tenido recientes experiencias frustrantes y los demócratas entran en ese esquema. Al moderarse en la acción de gobierno y asumir nuevos valores globales son responsables del desencanto colectivo con las ideas de la globalización que son vistas como elitistas por los sectores populares.
Es de esperar que durante su gestión termine el apoyo a Ucrania en su guerra con Rusia, que no frene a Netanyahu en su intento de anexar Gaza, que avance en una guerra comercial de futuro incierto con China, que resurja un nacionalismo económico proteccionista, y que se frenen a las políticas contra el deterioro del medioambiente y el cambio climático. Si bien América Latina no está dentro de sus prioridades, sólo Venezuela y la cuestión migratoria con México, aparecen como problema. También se espera que se potencien posiciones extremistas, así como que las minorías seguirán siendo cada vez más minorías y sus voces menos escuchadas y hasta quizá sean perseguidas como enemigos internos.
A su vez, con un Congreso y una Corte Suprema afín (y con posibilidad de nombrar dos nuevos jueces) y con las redes a su favor, la posibilidad de un gobierno de carácter autoritario proclive a la radicalización discursiva y con manos libres para hacer transformaciones insospechadas, quizás las que prometió en campaña y muchos creen que no podrá hacer, parece un futuro viable.
Milei apuesta a que a su alineamiento ideológico incondicional tanto a los EEUU como al propio Trump le facilite un nuevo financiamiento del FMI, algo que no parece ser tan sencillo, y espera ocupar el lugar de aliado estratégico que por afinidad ideológica dejan libre México, Colombia, Brasil y Chile. Sin embargo, la guerra comercial con China y el proteccionismo le puede complicar todos los planes.
